Centinelas del frío
No es la primera vez que
lo pienso y que alguien me lo confirma. Escribir protege del olvido, vence a la
muerte.
María José Collado escribe (más bien susurra) para erigirse en Centinela
del frío; vigila que la memoria de las cosas, las cosas mismas, palpables, con
peso y alma, permanezcan. Y su voz con ellas.
Este pequeño libro responde, pues, a eso: al empeño por agarrarse a la
vida, por cantarla y captarla a nuestro favor. Por quedarse.
Asomada a un sábado de nubes y gorriones, la autora se recrea en la
contemplación de objetos y de instantes, de muebles con su historia propia, con
sabor de infancia, de donde se nos agolpan los recuerdos, los mapas, los
paisajes. Y cobran vida las tiendas, con ojos y corazón, con pinceladas de
harina, con frutas que ruedan hasta nuestros pies y nos incitan al juego.
Maestra del adjetivo exacto, que muchas veces se adelanta en hipérbatos que
nos agitan, Collado recorre espacios comunes a todos nosotros: azoteas y
calles, luces y sombras, siluetas; una geografía urbana de casas con ventanas
encendidas al deseo y a la lluvia, de escaparates y reflejos, de farolas y
cristales, de coladas y gatos.
Y apela a todos los sentidos. Olemos el sándalo, estornudamos con el polvo;
se nos eriza la piel (esa «estela / escrita por amantes») al tacto del
terciopelo y el deseo; escuchamos la turbulencia de los ríos, la hojarasca, el
silencio; degustamos la onza del pueril chocolate derretida entre los dedos Y,
por encima de todo, abrimos nuestros ojos al mundo.
Ahora entiendo su «afición» (lo entrecomillo, pues no es la escritura eso,
sino necesidad) por la poesía visual, pues es la suya una voz de acuarelas y
encuadres, de luces y de sombras. Sus poemas, donde los verbos se relegan pues
la prisa no existe, son estáticos, sutiles, descriptivos (léase, por ejemplo,
el enjambre de nombres y moscas de «En la piel de las olas»), retratos de
rincones, estampas de otros tiempos eternos y felices tamizados por el polvo de
la nostalgia; sus imágenes, cálidas, «un poco de consuelo rojo / en la espiral
del brasero», se relegan a veces a un interior silente donde la ausencia deja
huellas en los sillones y los calendarios caducan como las hojas de otoño. La
voz de María José Collado tiene dedos suaves, y traspasa la piel, frontera
inútil y vencible, y domeña al tiempo, esa obsesión que pasa con saetas
metálicas, ese error de los dioses.
Por eso es normal que el tono general, lo que destilan sus páginas, deje un
poso de tristeza, aunque a veces la cal de las casas antiguas nos estalle
en los ojos con la fuerza de soles inalcanzables mientras buscamos la sombra,
un cobijo a la luz de los veranos, pues no solo la niñez y su recuerdo luchan
por resguardarse del frío; también los cuerpos y el deseo recorren las
buhardillas en encuentros fugaces «de nubes pasajeras» y el tiempo (siempre el
tiempo) deja platos rotos y cortezas y migas de pan: las mismas que debemos
recoger para llegar a casa, para no sucumbir al frío y al olvido. Para no
morir.
Elena Marqués
Centinelas del frío
6 comentarios:
Enhorabuena, María José, por esa reseña que tanto dice de ti y tu obra.Doy fe hasta lo que conozco.- Un abrazo
¡Mis felicitaciones por este reseña de Elena Marqués.
Te deseo toda clase de éxitos.
Un beso
Olá Maria Jose.
Vim lhe desejar amiga um feliz més de junho. Uma belíssima postagem.
Um forte abraço.
Bien dice de tu hacer esta reseña, amiga. Enhorabuena!
Abrazo
Hola Maria José, paso a devolver tu visita a mi blog y si me lo permites me quedo en el tuyo, pues me ha gustado.
Un abrazo.
Te leeré, sin duda ;)
Saludos
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